Short Story: Sangre sobre hielo

El frío me calaba los huesos. El cuerpo completo me temblaba, mientras trataba de concentrarme y disminuir la rapidez de los latidos de mi corazón.

«No puedes seguir así. ¡Concéntrate!», me dije a mí mismo, mientras tocaba mi brazo izquierdo, rebanado por la katana que me había dejado sangrando de gravedad.

Rompí en pedazos la bufanda que cargaba y la envolví alrededor para evitar la hemorragia, pero mi costado también estaba abierto. Tenía que atenderme antes de continuar mi trayecto.

Desde la puerta de la pequeña cabaña abandonada en la que me encontraba, se podía ver a lo lejos la fuerte tormenta de nieve que caía y cubría la visibilidad de la fortaleza, mi objetivo principal.

El miedo me paralizó por unos momentos. ¿Era este mi fin? ¿Había combatido a todos esos samurais y guerreros en la parte baja de la montaña solamente para morir como un perro, desangrado aquí?

No. Mi historia no podía terminar así.

Encendí una fogata, calenté mi cuchillo, me descubrí el torso y cautericé la herida, mordiendo un pedazo de madera para evitar gritar. Conocía perfectamente mi cuerpo y supe desde el inicio que esa cortada era muy profunda y que tendría que atenderla pronto.

Tomé de mi cinturón la bolsa con la ampolleta que contenía el sake curativo, receta de Madame Bourbon, que había preparado con hierbas especiales para potenciar los sentidos. Me alertó acerca del horrible sabor y del cosquilleo en el cuerpo, pero nada me podía haber preparado para el escalofrío que recorrió mi espalda al ingerirlo.

Con el cuerpo a medio curar, me adentré en la terrible tormenta de nieve, camuflado por mi abrigo blanco y sombrero de madera lleno de escarcha. Me ardió la piel al entrar en contacto con la fuerte ventisca. Algo era seguro: había elegido una mala época para cumplir con mi misión, pero una vez que supe de su ubicación, decidí no vacilar.

Al llegar al templo, me escondí detrás de las paredes de piedra y me asomé para ver la magnífica estructura de madera con sus tejados de gabletes tradicionales. Escabullirme desde los primeros pisos sería una misión suicida, tendría que escalar.

Cuarenta y cinco minutos después, con dos de mis dedos negros y gangrenados, la herida del costado derramando cada vez más sangre y el tobillo lastimado, logré adentrarme en el último piso: el cuarto de meditación de Hiroshi Tanaka (田中ひろし), el general de las fuerzas armadas de Japón que envió a sus tropas a quemar mi pueblo porque nos habíamos mezclado con los extranjeros y algunas parejas habían tenido hijos mestizos. Mis padres fueron diseccionados y colgados en el techo de mi casa.

Con una sola orden, borró mi infancia, mi felicidad y cualquier razón para seguir vivo en esta tierra maldita.

–Hiroshi… Te dije que te encontraría.

Él, que se encontraba en posición de plegaria, se levantó lentamente y dio media vuelta. Portaba su característico traje de samurái, un casco con la figura de un demonio y no se había afeitado en meses, luciendo una barba negra y abultada.

–No te rindes, ¿verdad? Pensé que estábamos a mano cuando decidiste asesinar a mis hijas.

–Le prometí a los dioses que te mataría y les ofrecería tu cabeza.

Hiroshi se rió a carcajadas.

–Eres un imbécil. La venganza no te soltará, ¡nunca! Si logras matarme, mi padre buscará vengarse y si él no lo hace, mi hijo te encontrará. Es un túnel sin fin al que, una vez que ingresas, no encontrarás la salida y pasarás por el mismo lugar una y otra vez, hasta el fin de tus días. Te he visto pelear, eres bueno, pero también puedo ver ese charco de sangre que estás dejando al caminar.

Miré hacia abajo. Me desangraba a borbotones.

–Aún con todo eso, ¿quieres continuar? –Dijo Hiroshi.

–Sí. He visto en mis sueños tu muerte y sé que es aquí y ahora.

–Debo reconocer que eres bueno, Ren. Lograste llegar hasta aquí, una fortaleza custodiada hasta los dientes. Eres digno de un duelo. ¡Desenvaina tu katana!

Lentamente tomé mi espada, tratando de disimular la poca fuerza y los temblores de mis articulaciones. Me coloqué en posición de ataque y asentí para señalar el inicio del duelo.

Hiroshi lanzó un grito de guerra y se abalanzó contra mí. Anticipé su primer estocada y logré esquivarla, haciéndome a un lado y, al momento de girar, asesté el golpe final en su torso. La sangre me manchó el rostro y se esparció por todas las paredes.

Él suspiró, se hincó y puso su mano en el pecho, tratando de evitar perder sus órganos.

–Solo te pido una cosa, Ren. Déjame morir aquí en paz, es un honor que me debes. Y te ruego que termines esto. Yo era tu objetivo, nadie más tiene que morir.

–Esto ya terminó, Hiroshi. Es todo lo que he estado buscando por los últimos diez años de mi vida.

Cuando estaba a punto de explicarle que no iría por sus familiares, se desplomó. Segundos después, miré hacia abajo y vi la herida que él me había causado, me mareé al ver todo el piso lleno de sangre.

Olvidé decirle que en mi sueño, también vi mi muerte en este preciso instante.

Me recosté, coloqué mi espada sobre mi pecho, giré el rostro hacia la ventana para ver la nieve que caía y con una sonrisa, me despedí.

-Adrián de la Vega.

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